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Exposiciones

Afirma Theodor W. Adorno en su Teoría estética (1970), que “la belleza de la naturaleza consiste en que parece decir más de lo que es. La idea del arte es arrancar este más a su contingencia, apoderarse de su aparencialidad […] Las obras de arte se convierten en tales al producir ese más, al crear su propia trascendencia”. Es decir, según el filósofo alemán, aquellas creaciones que logran manifestar lo irreal de la realidad objetivada provocan un estremecimiento pavoroso, una turbación inexplicable, como la percibida –a nuestro juicio- ante las figuras y objetos del pintor, dibujante y grabador Aurelio Rodríguez.

Sería fácil encomiar su depurada técnica y portentoso dibujo, destrezas más que suficientes para un virtuoso comodón o un rancio academicista; pericia, como es preceptivo, que emplea sin reservas en su galería de retratos con resultados sobresalientes. Pero su propósito va más allá, sabe que el arte oscila entre la percepción y el simbolismo; intuye que dormita en ese umbral lindero entre certeza y contingencia. Por eso necesita los componentes formales, para así, desde la tradición, traspasar el estrato sensorial y adentrarse en un plano intelectivo, superior, donde la imagen supera la pura visualidad e invoca nociones suprarreales. Tampoco se amilana ante los temas elegidos, pues en vez de adoptar corrientes abstractas o no figurativas –idóneas en procesos de renovación expresiva o lingüística-, cuestiona variables compositivas de dos motivos “clásicos” de la pintura occidental: el desnudo femenino y, desde 1990 y en particular, la naturaleza muerta, que plantea con estudiada e inusitada elocuencia. 

Consciente, así pues, del poder evocador de la imaginería figurativa, incrementa sus efectos ilusionistas mediante un detallismo descriptivo llevado al límite de la verosimilitud; trampantojo acrecentado, aún más, por su vinculación con diversas corrientes que han desvirtuado al realismo de su mera función mimética, como pueden ser el hiperrealismo, el realismo mágico e incluso la deriva surreal. Con ambas potencias, Aurelio Rodríguez alcanza su contradictorio cometido: por un lado, atraer, identificar sentimentalmente al espectador con la obra, cosa evidente dada su calidad y la natural inclinación humana hacia lo identificable; pero, por otra parte, cortocircuita esa primera impresión con anomalías icónicas de diverso tipo (escorzos imprevisibles, atrevidas perspectivas, vacíos luminosos, contrastes matéricos, atmósferas palpables…) que originan un extrañamiento inconsciente, mezcla de admiración y misterio, consecuencia, en el fondo, de ese equilibrio entre lo fugaz y lo estable, virtud fundamental -y seguimos con las tesis de Adorno- de las verdaderas obras de arte.

José Manuel Sanjuán, Historiador y Crítico de Arte